martes, 15 de noviembre de 2011

nsxo

En 1952, en Whitier (California) había sucedido algo importante: el señor Robert Hutton, estudiante genial de la ciencia balística, había diseñado un cartucho cuya bala medía sólo dos centímetros y medio de larga y cerca de medio centímetro de diámetro. Es decir, muy pequeña y muy ligera. En seguida la había vendido a la Remington (empresa famosa por las máquinas de escribir, las navajas de afeitar, y las armas que desde los tiempos de la Guerra Civil Norteamericana fabricaba en Bridgeport en Connecticut) y había nacido la 222 Remington: maravilla que había tenido un éxito fulgurante entre los apasionados de la caza al ciervo, al zorro, a los perros de la pradera, y sobre todo a los coyotes que en aquel país son muy odiados porque atacan a los rebaños. Por la misma época, el señor Eugene Stoner, ecléctico ingeniero aeronáutico y sincero admirador del Kalashnikov, había diseñado un fusil de tres kilos, es decir, bastante menos pesado de lo habitual y capaz de disparar en ráfaga. En seguida lo había vendido a la ArmaLite de la Fairchild, y había nacido el AR-10: obra maestra perjudicada por el hecho de que se cargaba con un cartucho que no era ni pequeño ni ligero. Es decir, con la 7,62 OTAN: hija de la 7,62 del Garand, hermanastra de la 7,62 del M-14, que era un Garand reducido a seis kilos, y prima de la 7,62 que los soviéticos habían logrado acortar sus buenos doce milímetros para adaptarla al Kalashnikov. (En efecto con el cartucho la 7,62 OTAN pesa sus buenos veintitrés gramos coma noventa y cinco. Mete trescientas o cuatrocientas en el morral de un militar ya de por sí cargado y verás qué blasfemias al cabo de medio kilómetro.)
Pues bien: precisamente cuando la 222 Remington empezaba a hacer estragos entre los coyotes

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